Untitled-1

¡«Iglesismo» no es cristianismo!

Hay un refrán que dice: «Ir a la iglesia no te convierte en un cristiano, así como pararte en un garaje no te convierte en un carro!» Al crecer en una familia cristiana aprendí que esto es cierto y que hay un mundo de diferencia entre el «iglesismo» y el cristianismo. 

Distinguiendo el «iglesismo» del cristianismo

Mis padres pudieron enseñarme esto, ya que bien temprano habían diferenciado, por ellos mismos,  el “iglesismo” y el cristianismo. Mientras que mi padre, en la adolescencia, había abandonado la hipocresía y la superficialidad del cristianismo nominal por un furioso ateísmo, pronto descubrió el verdadero cristianismo a través de la fe en Jesucristo. Para el tiempo en que llegué yo, él había abandonado una prometedora carrera como actor profesional para predicar a los demás las buenas nuevas que había encontrado en Jesús. Del mismo modo, mi madre llegó a la fe en Cristo cuando era adolescente. Aunque su padre prometió «sacarle el cristianismo a golpes», él también llegó a conocer al Señor Jesús, sirviendo más adelante como líder (anciano) en la iglesia donde mi padre era el pastor.

En consecuencia, papá y mamá se preocuparon por que sus cuatro hijos entendieran que, aunque los verdaderos cristianos van a la iglesia, no es la asistencia a la iglesia lo que hace que una persona sea cristiana. Más bien, un cristiano es alguien que ha encontrado a Dios. Estos encuentros, llamados conversión, pueden diferir en sus circunstancias, pero están marcados por cuatro sentidos:

  • Un sentido de Dios: la grandeza de Su tamaño, la belleza de Su santidad, la perfección de Su justicia y la maravilla de Su amor y compasión.
  • Un sentido de nosotros mismos: nuestra pequeñez en comparación con Dios, lo ofensivo que son ante Dios nuestros pecados personales y nuestra incapacidad para satisfacer Su justicia o para obtener una relación con Él.
  • Un sentido de Cristo: nuestra necesidad vital de Él, porque vivió la vida perfecta que nosotros nunca podríamos vivir y ha recibido en Su muerte la recompensa de nuestro pecado.
  • Un sentido de propósito: bendecido con un perdón completo y gratuito. Ahora, en una relación de amor con Dios, el cristiano dedica su vida a la gloria de Dios y busca en este mundo servirle en beneficio de los demás.

Distinguiendo la fe histórica de la fe salvadora 

Dado que el encuentro con Dios comienza con la fe en Cristo, bien temprano decidí creer en Él. Sin embargo, no entendí lo que la Biblia quiere decir cuando nos llama a creer (Juan 3:16). Confundí lo que llamamos la fe histórica, con la fe salvadora.

La fe histórica es puramente intelectual y simplemente cree que la Biblia es verdadera. Sin embargo, uno puede tener fe histórica sin un cambio de corazón hacia Dios. De hecho, los «cristianos de tradición» de Estados Unidos tienen hoy en día una fe histórica, pero no conocen personalmente al Dios del cual habla la fe.

La fe salvadora, por el contrario, incluye la fe histórica, pero se ejerce desde el corazón y no simplemente desde la mente. La fe salvadora incluye no sólo el conocimiento, sino también la convicción del pecado personal y la confianza en Jesús para el perdón.

No fue sino hasta los quince años, que los conocimientos adquiridos hasta ese momento empezaron a infundir la convicción de que había un gran abismo entre Dios y yo, sísmica y moralmente. Desde una perspectiva humana, mi vida era intachable, pero llegué a ver cómo mis supuestos pecados respetables -orgullo, egocentrismo, ira, amargura, lujuria oculta- eran vistos por Dios como lo que eran. Abandonado a mí mismo, no tenía ni el poder ni el deseo de convertirme en una persona nueva. Podía, tal vez, cambiar mis hábitos, pero no podía cambiar mi corazón. Así me convencí de que sólo Cristo podía salvarme de mí mismo.

Llegué a una verdadera confianza en Cristo el 14 de agosto de 1981. En este sentido, fue significativo comprender que la reiterada promesa de las Escrituras de que «todo aquel que invoque el nombre del Señor será salvo», no era un sentimiento superficial. Es una promesa del Dios que no puede mentir. Por lo tanto, reclamé esta promesa y me aferraría a ella hasta saber que Dios me había escuchado y que Jesús se había convertido en mi Salvador y Señor. Mi anhelo se reducía a este singular deseo de poder decir que «Jesús es mío». Aquella soleada mañana, entré en una reunión de oración muy deprimido a causa de mi pecaminosidad, pero salí de ella regocijado porque mis pecados habían sido perdonados. El “iglesismo” había dado paso al verdadero cristianismo.

Treinta y seis años después, testifico gozosamente que Dios nunca me ha defraudado ni me ha dejado ir. Persevero en la fe con la seguridad de que estoy siendo divinamente preservado. Su propósito es que me parezca cada vez más a Jesús, compartiendo la buena noticia de que si Él puede salvarme a mí, puede salvarte a ti. ¿Por qué no invocar también Su nombre?

 

Traducido por: Karla Martinez

Share this post

%d bloggers like this: